OPINIÓN, El último día del VERANO

Publicado el por N.B. / Marta Mtz. Arellano (autor)

 (photo: Marta Martinez Arellano)

Al comienzo de mi carrera profesional uno entraba en una empresa para aprender sin cobrar, en aquella época se contaba como activo de valor el aprendizaje y te enseñaban a preguntar con la condescendencia del maestro que responde a un alumno aventajado. Esos trabajos iniciales no satisfacían necesidades económicas, sino de otra naturaleza, alimentaban la curiosidad, cultivaban el ingenio y terminabas cobrando por haber aprendido cosas que otros no sabían, o por hacerlas a tu aire, con ese sello único que a ti te distingue.

Hoy, hasta donde yo lo comprendo, se habla de contratos basura: se pacta el quehacer, el salario, el horario, las vacaciones… Los empleadores buscan un par de brazos o de neuronas para cubrir una labor concreta y contratan un “recurso humano”. Los trabajadores “buscan trabajo”, no se plantean qué pueden aportar a la empresa o al empresario, descansan sus responsabilidades en un proceso o protocolo tipo ISO que consagra buenas o malas prácticas, sirve para saber que siempre lo hacemos igual de bien o de mal, nos permite saber a qué atenernos y qué nos van a exigir los jefes con escrupulosa puntualidad.

Y el sistema se asegura de ello castigando con severidad los errores, no premiando los intentos, o callando la boca al que propone, no vaya a ser que cuestione el sistema establecido… Y así al ir a trabajar hay muchos que prefieren dejar en la mesilla la ilusión y las ganas, la curiosidad, la creatividad y el ingenio... Y así se confunden unos con otros, intercambiables “recursos” en interminables y aburridas cadenas productivas.

Y así surge el síndrome del “último día del verano”, ese en el que con nostalgia cada cual se despide de su última siesta, de su última cervecita, de la playa, el pedaló y los gritos de los niños, y arrastra los pies por el paseo sacudiéndose por un lado la galbana del retorno, preparando con tiempo el estrés anticipado de “lo que me espera” y por otro va, como los perros, lanzando tierra sobre el rastro de los días transcurridos.

Hace un tiempo a mi amigo Miguel lo despidieron de ese puestazo fijo de muchos ceros al que regresaba cabizbajo cada verano aduciendo, literalmente, que “no había diferencia entre su presencia y sus periodos de ausencia.”

Cuando le dieron la carta de despido reaccionó mal, como cuando a uno se le lleva el coche la grúa. Luego puso en duda la veracidad de la misiva, y acudió al departamento de “Recursos humanos” a verificarlo. Después se resignó al despido y se pensó mejor el texto con el que escuetamente le decían adiós.

Decidió cambiarlo. Y lo cambió. Estudió con cuidado sus recursos, rehizo lentamente su lista de aportes, enfocó dónde y cómo quería trabajar y fue a por ello. Tomó las riendas de su vida y su trabajo y fue consciente de que era el responsable de su propia carrera.

Hoy es un tipo feliz cada vez que vuelve a trabajar, porque no hay ISO que le diga lo que tiene que hacer, sino que siente en cada curro lo que aporta y sabe que cada factura o nómina exhibe con orgullo la contraprestación económica al valor aportado. Y así camina cada día hacia su trabajo con la satisfacción de sentirse útil, valioso y valorado, sin pararse a pensar si es el último o el primer día del verano...

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